La Noche de las Ánimas en la Junta de los Ríos

Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: En las afueras del municipio de Arcos de la Frontera, en un paraje donde el Guadalete y el Majaceite se entrelazan como dos serpientes en un abrazo eterno, se encuentra un lugar que ha sido testigo de la historia y sus cicatrices. Este rincón de la provincia de Cádiz, conocido como La Junta de los Ríos, no solo es un cruce de aguas, sino también un punto de encuentro entre lo real y lo sobrenatural, donde el tiempo se ha detenido en la espesa niebla del pasado.

La historia cuenta que en el año 711, en las fértiles tierras que rodean la Junta de los Ríos, se libró una batalla que cambiaría para siempre el destino de la Península Ibérica. Los visigodos, liderados por el rey Rodrigo, se enfrentaron a un ejército musulmán comandado por Tariq ibn Ziyad. El enfrentamiento, conocido como la Batalla del Guadalete, no solo marcó el final del reino visigodo, sino también el principio de una nueva era, donde la cultura, la religión y el poder se transformaron radicalmente.

Sin embargo, no son solo los libros de historia los que mantienen viva esta memoria. Los habitantes de la pedanía cercana aseguran que, en la noche de Difuntos, las almas de los caídos se levantan de sus tumbas invisibles, reviviendo la agonía de una batalla que jamás terminó. Los más ancianos del lugar, con sus rostros curtidos por el sol y la sabiduría del tiempo, relatan historias de gritos que surgen de las profundidades de la tierra, de sombras que se deslizan entre los árboles y de un aire tan denso que parece cargado de lamentos.

Entre todas las leyendas, una de ellas resuena con mayor intensidad: la del rey Rodrigo. Se dice que el monarca, traicionado por sus propios hombres y abatido por la derrota, no encontró descanso en la muerte. Cada año, en la noche de Difuntos, su espíritu vaga por la ribera del Guadalete, buscando un perdón que nunca llega, un reino que se desvaneció en la bruma del tiempo.

Fue en una de esas noches, bajo un cielo oscuro como la tinta, cuando un forastero llegó a la pedanía. Su nombre era Samuel, un hombre de mirada sombría y pasos silenciosos, como si la misma tierra se negara a delatar su presencia. Samuel era un escritor en busca de inspiración, pero también de respuestas a las preguntas que lo atormentaban desde su juventud: ¿Qué es lo que sucede después de la muerte? ¿Es el alma, como creen algunos, una llama eterna, o se apaga como una vela en el viento?

Había oído hablar de la Junta de los Ríos y de las leyendas que envolvían aquel lugar. Atraído por el misterio y por una inexplicable atracción hacia lo macabro, decidió alojarse en una vieja casona, desde donde podía observar el lugar donde los ríos se fundían en uno solo. Aquella casona, con sus muros cubiertos de musgo y ventanas opacas por el polvo, parecía haber sido olvidada por el tiempo. Sin embargo, para Samuel, era el refugio perfecto para enfrentar sus miedos más profundos.

El primer día lo dedicó a explorar el área, caminando por senderos que se retorcían como serpientes entre la maleza, escuchando el susurro del viento que parecía contar historias de tiempos remotos. A medida que el sol se ocultaba tras las colinas, una inquietud creciente se apoderaba de él, como si los propios árboles observaran su presencia con una conciencia maligna.

La noche de Difuntos llegó con una quietud sobrenatural. No se oía ni el más leve sonido de insectos, ni el murmullo de las hojas. Todo parecía estar en una calma expectante, como el momento de tensión justo antes de que un relámpago rasgue el cielo.

Samuel, sentado en la sala principal de la casona, observaba el crepitar del fuego en la chimenea. Aquel resplandor cálido y acogedor era el único contraste en medio de la oscuridad que se arremolinaba fuera de las ventanas. Sin embargo, en su interior, el miedo comenzaba a cobrar vida. Sentía una presión en el pecho, una ansiedad que le recordaba a un animal acorralado. A pesar de todo, su curiosidad lo mantenía firme, decidido a descubrir los secretos de la Junta de los Ríos.

Alrededor de la medianoche, cuando las sombras parecían más densas, Samuel escuchó algo que lo hizo levantarse de golpe. Al principio fue solo un murmullo, como el viento entre los árboles. Pero pronto se convirtió en un susurro creciente, una mezcla de gemidos y gritos que provenían de todas partes y de ninguna a la vez. El sonido lo rodeaba, se filtraba a través de las paredes de la casona, invadiendo cada rincón de su mente.

En su desesperación, Samuel tomó una lámpara de aceite y salió al exterior. Caminó en dirección a la Junta de los Ríos, sus pasos rápidos y erráticos, como si una fuerza invisible lo guiara hacia el lugar donde el agua y la tierra se encuentran. A medida que se acercaba, los sonidos se hacían más claros, más terribles. Podía oír el choque de espadas, el clamor de los guerreros, y entre ellos, la voz del rey Rodrigo, un lamento prolongado y desolador.

Finalmente, Samuel llegó a la orilla del Guadalete. La niebla se había levantado, cubriendo todo como un manto espeso, y la luna apenas era un pálido reflejo en el cielo. Frente a él, las aguas de los ríos se unían en un torbellino oscuro y turbio, como si fueran a tragarse el mismo mundo.

Y entonces lo vio.

A través de la niebla, una figura emergió lentamente, como si hubiera sido esculpida por las sombras mismas. Era el rey Rodrigo, o al menos, lo que quedaba de él. Su armadura estaba oxidada y rota, su rostro marcado por la desesperación, y sus ojos… aquellos ojos eran pozos sin fondo de sufrimiento eterno.

¿Quién eres? —preguntó Samuel, aunque su voz apenas fue un susurro, sofocada por el terror.

El espectro del rey no respondió. En cambio, levantó una mano temblorosa y señaló hacia el río. Samuel siguió la dirección indicada y, para su horror, vio que las aguas se habían teñido de rojo, como si la batalla continuara en aquel preciso instante bajo la superficie.

No encontré paz —dijo finalmente el espectro, con una voz que resonaba con la fuerza de siglos de dolor—. Mi alma está atrapada en este lugar, condenada a revivir mi derrota una y otra vez. Y no soy el único.

Samuel retrocedió, su mente al borde del colapso. El miedo se apoderó de él, un miedo primitivo e incontrolable, el terror de lo desconocido, de lo inexplicable. Pero había algo más en su interior, algo que no podía ignorar: la sensación de que, de alguna manera, él también formaba parte de aquella historia. Como si el destino lo hubiera llevado allí, no para ser un mero observador, sino para cumplir un papel en aquel drama eterno.

Las noches siguientes, Samuel no pudo dormir. Las visiones de la batalla, las voces de los muertos, y la presencia del rey Rodrigo lo atormentaban sin cesar. Cada vez que cerraba los ojos, veía los rostros de los guerreros caídos, sus ojos llenos de acusaciones, y sentía el peso de su dolor como una losa sobre su pecho.

La atmósfera de la casona se había vuelto opresiva, como si las mismas paredes estuvieran imbuidas con la angustia de las almas atrapadas. Samuel sabía que no podía escapar. La historia de la Junta de los Ríos se había entrelazado con la suya, y solo había una manera de encontrar respuestas, de poner fin a aquella pesadilla: debía enfrentarse a sus propios miedos, a la sombra de la muerte que siempre había temido.

La noche siguiente, armado con la determinación que solo el desespero puede proporcionar, Samuel regresó a la Junta de los Ríos. Esta vez, no fue solo como un testigo, sino como un actor dispuesto a enfrentarse a su destino. Las voces de los muertos lo guiaron, un coro de lamentos que lo envolvía como un manto.

Al llegar, el espectro del rey Rodrigo lo estaba esperando. Esta vez, Samuel no sintió miedo, sino una extraña paz, como si en aquel lugar, entre la vida y la muerte, hubiera encontrado finalmente su propósito.

Estoy listo —dijo Samuel, con una voz firme—. Llévame con ellos.

El rey Rodrigo asintió lentamente, y en ese instante, Samuel sintió cómo su cuerpo se desvanecía, como si las barreras entre el mundo de los vivos y los muertos se hubieran roto. Su alma fue arrastrada hacia el río, donde se unió a las otras almas perdidas, atrapadas en un ciclo eterno de sufrimiento y redención.

Los habitantes de la pedanía cuentan que, desde aquella noche, los gritos en la Junta de los Ríos cesaron. Algunos dicen que las almas de los caídos, incluido el rey Rodrigo, finalmente, encontraron la paz. Otros creen que simplemente encontraron una nueva víctima, alguien cuyo destino estaba sellado desde el momento en que llegó a la casona.

Lo cierto es que la historia de Samuel se convirtió en una leyenda más, una que se suma al rico tapiz de mitos y realidades que envuelven aquel lugar. Y aunque algunos insisten en que no son más que cuentos para asustar a los niños, hay quienes saben que, en la noche de Difuntos, cuando el viento sopla fuerte y la niebla se levanta sobre los ríos, las almas de los muertos aún vagan por la Junta de los Ríos, buscando un final que siempre les será esquivo.

Y tal vez, solo tal vez, el nombre de Samuel, el extraño que llegó a Arcos de la Frontera en busca de respuestas, se susurre junto al de Rodrigo, como un eco que resuena en la eternidad.