El Misterio del Convento de Jerez

Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: Era una tarde de octubre cuando Inés cruzó por primera vez los portones de hierro forjado del colegio, un edificio encajado en el corazón de Jerez de la Frontera. Con tan solo doce años, la niña caminaba junto a su madre, arrastrando una pequeña maleta de cuero desgastado, incapaz de imaginar la transformación que ese lugar le impondría.

Desde el primer momento, Inés sintió una punzada de inquietud en su interior, una sensación de que algo oscuro y desconocido aguardaba entre esas paredes.

Al entrar en el convento, fue recibida por la Hermana Carmen, la superiora, una mujer alta y severa cuya piel pálida parecía no haber sentido nunca el calor del sol. Sus ojos, fríos como el acero, escrutaron a Inés con una mirada que la hizo temblar.

Bienvenida, niña —dijo la monja con una voz tan suave como el hielo—. Aquí aprenderás lo que es la obediencia, la devoción y el respeto a la autoridad.

Inés asintió en silencio, sintiendo que sus palabras eran más una advertencia que una bienvenida. Sabía que debía comportarse, ser dócil y no cuestionar las reglas, pero algo en el aire la hacía querer correr, escapar de ese lugar antes de que fuera demasiado tarde.

Las primeras semanas en el colegio fueron una rutina monótona de rezos, estudios y tareas. Las niñas se movían en silencio, sus miradas fijas en el suelo, como si temieran despertar algo que dormía en las sombras. Inés se mantenía apartada, observando con cautela a sus compañeras y a las monjas que vigilaban cada movimiento con ojos afilados.

La capilla era el corazón del colegio, un lugar oscuro y opresivo donde el incienso impregnaba el aire y las imágenes de santos parecían observar a las niñas desde sus nichos.

Una tarde, mientras rezaba en uno de los bancos, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Abrió los ojos y vio a la Hermana Ángeles, una de las monjas más ancianas, observándola desde el rincón oscuro de la capilla. Sus ojos, hundidos en sus cuencas, brillaban con una intensidad perturbadora. Inés apartó la mirada, sintiendo que la monja sabía algo que ella ignoraba, algo terrible y secreto que nunca debía salir a la luz.

Esa noche, Inés no pudo dormir. El frío de las sábanas de lino era un recordatorio constante de la rigidez de su nueva vida, pero más que el frío, era el silencio lo que la aterraba. Un silencio pesado y denso que no dejaba lugar para el consuelo, solo para el miedo. Cerró los ojos con fuerza, tratando de ahuyentar los pensamientos oscuros, pero la voz en su mente seguía susurrando, llamándola desde lo más profundo del convento.

Fue en el refectorio donde Inés conoció a Elena, una niña dos años mayor que ella, cuyo rostro pálido y ojeras marcadas contaban una historia de noches sin sueño y miedos no confesados. Elena le advirtió con un susurro apenas audible durante una de las cenas.

No mires a la Hermana Ángeles a los ojos. Ella ve cosas que no debería.

Inés intentó reírse de la advertencia, pero había algo en la mirada de Elena, algo roto y aterrorizado, que la convenció de tomarla en serio.

Las semanas se convirtieron en meses, y la voz que Inés escuchaba en la capilla se volvió más insistente, más urgente. Sentía que la llamaba desde algún lugar oculto del colegio, un lugar al que no se le permitía ir, pero que pronto descubriría.

Una noche, Inés fue despertada por un sonido sordo y constante, un golpeteo que parecía provenir de debajo de su cama. Se levantó, temblando, y decidió seguir el sonido, que la guio fuera del dormitorio, por los pasillos oscuros y fríos del convento. No sabía qué la impulsaba, pero algo más fuerte que su miedo la empujaba hacia adelante, hacia el sótano del convento, un lugar prohibido del que se hablaba en susurros entre las niñas.

El sótano estaba cerrado con un candado oxidado, pero Inés encontró la llave debajo de una de las estatuas en la capilla. Era como si alguien, o algo, la hubiera dejado allí a propósito, esperando su llegada. Con las manos temblorosas, giró la llave y empujó la pesada puerta. Un hedor a humedad y algo más, algo podrido, la golpeó de inmediato.

El sótano era una boca oscura que se abría en las entrañas de la tierra, un lugar donde la oscuridad era tan espesa que se podía tocar. Estaba sumido en la oscuridad, solo iluminado por la tenue luz de su vela. Las paredes estaban cubiertas de moho, y en el centro de la sala había un antiguo altar rodeado de símbolos extraños tallados en la piedra. Sobre el altar, una figura cubierta con un manto oscuro parecía vigilar el lugar, su rostro oculto en las sombras.

Inés sintió que el aire se volvía denso, cargado de una presencia invisible pero innegable. Dio un paso atrás, pero sus pies se quedaron clavados al suelo. Entonces, una voz, la misma que había escuchado en la capilla, resonó en su mente, clara y aterradora.

Inés… ayúdame…

El miedo la paralizó, pero también la empujó a mirar más de cerca. Con el corazón latiendo desbocado, se acercó al altar y levantó el manto. Lo que vio la dejó sin aliento: bajo el manto, los restos momificados de una niña, vestida con un hábito similar al de las monjas, yacían en un eterno reposo. Un amuleto de plata brillaba en su cuello, y en su mano, un viejo crucifijo parecía aferrarse a la esperanza perdida.

Inés retrocedió horrorizada, pero una parte de ella comprendió la verdad. La niña del sótano había sido una novicia, una que se había rebelado contra las monjas, contra la crueldad y el fanatismo de su fe. Castigada, había sido encerrada allí hasta morir, olvidada por todos… excepto por aquellas que aún podían oír su lamento.

El descubrimiento del sótano cambió a Inés. El miedo se transformó en una determinación oscura. Sabía que no podía confiar en nadie, y menos en las monjas, que ocultaban el horror con sus oraciones. Cada día, fingía ser la niña obediente, pero por las noches, bajaba al sótano, buscando respuestas entre las sombras.

Una noche, mientras intentaba descifrar los símbolos grabados en las paredes, sintió una presencia detrás de ella. Se giró lentamente y vio a la Hermana Carmen, la superiora, de pie en la entrada del sótano. Sus ojos, normalmente fríos, ardían con una furia contenida.

Has ido demasiado lejos, niña —dijo la monja, avanzando hacia ella—. Hay secretos que deben permanecer enterrados.

Inés intentó retroceder, pero tropezó. La monja la alcanzó, sus manos frías se cerraron sobre su brazo, pero en ese instante, la vela que Inés sostenía cayó al suelo, iluminando brevemente un símbolo en la pared que la Hermana Carmen no había visto. La monja se detuvo, su rostro se contorsionó en una expresión de terror, y de repente, el suelo comenzó a temblar.

Un grito desgarrador surgió de las profundidades del convento, un eco del pasado que rompió el silencio sepulcral del lugar. La figura momificada en el altar comenzó a moverse, sus ojos vacíos se abrieron de golpe y un viento helado barrió la sala.

La Hermana Carmen intentó huir, pero el suelo bajo sus pies se abrió como una boca hambrienta, tragándosela en un torbellino de sombras. Inés gritó, sintiendo que el mismo destino la aguardaba, pero entonces, el viento cesó y todo quedó en silencio. La figura de la niña en el altar se desplomó de nuevo, inerte.

Cuando Inés volvió a abrir los ojos, estaba sola en el sótano. La puerta hallaba abierta y la luz del amanecer comenzaba a filtrarse por las grietas. Se levantó, temblorosa, y salió de allí, sintiendo que algo la acompañaba, algo que ya no era hostil, sino protector.

Los días siguientes, el colegio fue un caos. Las monjas restantes buscaron a la Hermana Carmen, pero nunca la encontraron. Las niñas, incluida Inés, fueron interrogadas, pero nadie reveló lo que realmente había sucedido. El silencio era su única salvación.

Finalmente, los rumores sobre el colegio comenzaron a propagarse y las autoridades decidieron clausurarlo. Las niñas fueron enviadas a otros lugares, y el convento quedó abandonado, un esqueleto de piedra que contenía demasiados secretos.

Inés, ahora con la carga del conocimiento, nunca pudo olvidar. Sabía que la voz, el eco persistente de aquella novicia olvidada, la seguiría donde fuera, susurrándole en los sueños, recordándole que los verdaderos horrores no mueren, solo esperan.