
Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: Construida a finales del siglo XIX, en un estilo que alguna vez fue elegante, la casa ahora es una sombra de su antigua gloria. Los muros, ennegrecidos por el moho y la humedad, parecen sudar oscuridad, y las ventanas rotas son ojos ciegos que miran hacia un horizonte incierto. Los que navegan por el caño que fluye entre las localidades gaditanas de San Fernando, Chiclana de la Frontera y Puerto Real, al caer la noche evitan acercarse demasiado; hablan de luces extrañas que se encienden en su interior, de susurros que parecen venir de sus entrañas vacías.

Nadie ha vivido allí en décadas. Sin embargo, en un tiempo no tan lejano, la casa fue el hogar de una familia poderosa y respetada. Pero la gloria de esta familia se desvaneció tan rápidamente como llegó, y la tragedia, envuelta en un manto de silencio, cayó sobre ellos. Desde entonces, la casa ha permanecido desierta, como un monumento silencioso al sufrimiento y la locura.

Era el año 1923 cuando un forastero llegó al pueblo de Chiclana de la Frontera, Don Francisco Olmedo, un joven abogado de Sevilla, decidido a escapar de los rumores de corrupción que ensombrecían su carrera, buscaba un refugio donde empezar de nuevo. Había escuchado vagos relatos sobre la casa y su ominosa historia, pero, pragmático como era, desestimó las supersticiones locales. A su juicio, las historias de fantasmas eran distracciones para los ignorantes, y una oportunidad como aquella—una casa tan grande por un precio irrisorio—era simplemente demasiado buena para dejarla pasar.

Al llegar, Francisco se alojó en la pequeña posada regentada por Doña Manuela, una mujer entrada en años, cuyo rostro estaba marcado por las arrugas de la preocupación. Cuando Francisco mencionó su intención de comprar la casa, la mirada de Doña Manuela se oscureció.

—Don Francisco, esa casa… —comenzó con voz temblorosa—, esa casa está maldita. Nadie ha vivido allí desde que sus antiguos propietarios desaparecieron. Dicen que está embrujada.
Francisco sonrió, condescendiente.
—No creo en esas cosas, Doña Manuela. Solo son cuentos para asustar a los niños.

—No son cuentos, señor —insistió la anciana, apretando el rosario que colgaba de su cuello—. Algo maligno habita en ese lugar. No sé qué fue lo que le pasó a la familia que la habitaban, pero desde entonces… nada bueno ha salido de allí. La gente ve cosas, escucha cosas. Por favor, reconsidérelo.

Pero Francisco no era un hombre que se dejara amedrentar por supersticiones. La casa, con su vasto terreno y su estratégica ubicación era perfecta para su retiro. Firmó los papeles sin pensarlo dos veces, y al día siguiente se trasladó a su nuevo hogar.

Desde el momento en que cruzó el umbral de la puerta principal, Francisco sintió una extraña opresión en el pecho, como si el aire dentro de la casa estuviera cargado de una energía densa e invisible. Los pisos de madera crujieron bajo sus pies, y el eco de sus pasos resonó en los pasillos vacíos como si la casa misma susurrara su llegada.

El mobiliario, cubierto por sábanas polvorientas, apenas había sido tocado desde la desaparición de los antiguos moradores. Francisco recorrió cada habitación, observando los retratos descoloridos en las paredes, las camas vacías, los armarios llenos de ropa antigua y maloliente. Todo parecía intacto, pero había algo fuera de lugar, algo que no podía identificar.

La primera noche en la casa, el silencio fue absoluto, roto solo por el lejano murmullo del caño. Sin embargo, en las primeras horas de la madrugada, Francisco fue despertado por un sonido extraño: el rasgueo suave y constante de uñas sobre madera. Al principio pensó que era algún animal, quizás un gato atrapado en la casa, pero al levantarse y seguir el sonido, se dio cuenta de que provenía del suelo, justo debajo de su cama.

Encendió una vela y se inclinó para mirar, pero no encontró nada fuera de lo común. El sonido cesó tan repentinamente como había comenzado, dejando a Francisco con una sensación de inquietud que no pudo sacudirse. Volvió a la cama, pero el sueño lo eludió el resto de la noche.

Al día siguiente, Francisco decidió explorar el sótano, que, según los planos de la casa, era vasto y laberíntico. Bajó las escaleras, cuyo barandal estaba cubierto de una gruesa capa de polvo, y se adentró en la penumbra. El aire era pesado y frío, y un olor rancio a humedad y putrefacción llenaba el espacio.

Mientras avanzaba, algo en el ambiente cambió. Los sonidos de la casa—el crujido de la madera, el goteo distante del agua—parecían volverse más intensos, más vivos, como si la casa estuviera despierta y observándolo. Fue entonces cuando vio la puerta.

Al fondo del sótano, semioculta por un montón de escombros, había una puerta pequeña y vieja, que no figuraba en los planos. Intrigado, Francisco apartó los escombros y la abrió con cautela. Al otro lado encontró una pequeña habitación, apenas iluminada por la luz que se filtraba desde la escalera. En el centro de la habitación, sobre una mesa de roble, había un libro.

El libro, cubierto de polvo, parecía estar hecho de cuero viejo y desgastado. Francisco lo abrió con manos temblorosas y descubrió que estaba escrito a mano, en una letra antigua y cuidadosa. A medida que leía las primeras páginas, una sensación de horror comenzó a crecer en su interior.

Era un diario, el diario del último miembro de la familia que había habitado la casa. Las páginas relataban los eventos que habían llevado a la caída de la familia: la muerte de su esposa por una misteriosa enfermedad, la desaparición de sus hijos, y finalmente, su descenso a la locura.

Pero lo más perturbador era lo que venía al final del diario. Se refería de una presencia en la casa, algo que había llegado con ellos cuando se mudaron allí, algo que los había estado observando desde el principio. Describía sombras que se movían en los rincones de su visión, susurros que lo llamaban por su nombre en la noche, y una figura oscura que se aparecía en sus sueños, prometiéndole poder y riqueza a cambio de su alma.

Esa noche, Francisco no pudo conciliar el sueño. Las palabras del diario resonaban en su mente, como un eco que se negaba a desvanecerse. Intentaba convencerse de que eran solo los desvaríos de un hombre loco, pero una parte de él, una parte primitiva y supersticiosa, comenzaba a creer.

A medianoche, despertó de golpe, su cuerpo cubierto de sudor frío. Una sensación de pavor indescriptible se apoderó de él, y supo, sin lugar a dudas, que no estaba solo. Algo estaba en la casa con él, algo que lo observaba desde las sombras.

Francisco se levantó de la cama, el corazón latiendo con fuerza en su pecho, y se dirigió hacia la sala principal. La oscuridad era total, y el silencio era tan denso que parecía oprimirle los pulmones. De repente, el suelo bajo sus pies se estremeció, como si la casa misma respirara.

Una risa baja y gutural resonó en la oscuridad, un sonido que no pertenecía a ningún ser humano. Francisco giró sobre sus talones, tratando de localizar la fuente del sonido, pero la risa parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo.

—¿Quién está ahí? —gritó, su voz temblorosa de miedo.
La risa cesó abruptamente, dejando un vacío aún más aterrador. Y entonces lo vio.

Una figura alta y oscura se materializó en la esquina de la sala, justo donde la luz de la luna no podía llegar. No tenía rostro, solo una sombra amorfa que parecía absorber la luz a su alrededor. Francisco retrocedió, su cuerpo paralizado por el terror, pero la figura avanzó lentamente hacia él.

—Te estaba esperando —dijo una voz, suave y seductora, pero llena de
maldad—. La casa te ha llamado, Francisco. Sabía que vendrías.

Francisco intentó gritar, pero su voz se quedó atrapada en su garganta. La figura extendió una mano, una extremidad negra como la noche, y tocó su pecho. Un dolor agudo y abrasador recorrió su cuerpo, como si su corazón estuviera siendo aplastado por una fuerza invisible.

Y entonces, en un destello de claridad, Francisco comprendió. La casa no era solo un edificio, era una entidad, una criatura antigua y maligna que se alimentaba de la desesperación y el sufrimiento. Había tomado a los anteriores propietarios, y ahora lo estaba tomando a él.

Con un último esfuerzo, Francisco corrió hacia la puerta principal, su única esperanza de escapar. Pero antes de que pudiera alcanzarla, la figura oscura apareció frente a él, bloqueando su salida.
—No puedes huir —dijo la voz, con un tono de triunfo—. Eres mío ahora.
La oscuridad envolvió a Francisco, y lo último que sintió fue el frío abrazo de la nada.

Los días se convirtieron en semanas, y nadie volvió a ver a Francisco Olmedo. Los pescadores que pasaban por el Caño de Sancti Petri notaron que la casa estaba más oscura que nunca, como si una sombra permanente se hubiera posado sobre ella. Algunos decían que oían gritos en la noche, otros que veían luces en las ventanas, pero nadie se atrevió a acercarse.

Un mes después de la desaparición de Francisco, un grupo de hombres, encabezados por Doña Manuela, decidió investigar. Cuando entraron en la casa, encontraron solo silencio y vacío. No había rastro de Francisco, ni de sus pertenencias, ni siquiera del diario que había encontrado.

La casa, sin embargo, parecía más viva que nunca, como si hubiera absorbido la energía del abogado sevillano. Los hombres sintieron el peso de una presencia maligna en el aire, una presencia que los observaba desde las sombras.

Salieron de la casa apresuradamente, y desde ese día, nadie volvió a poner un pie en ella. Con el tiempo, la casa se fue deteriorando aún más, hasta convertirse en una ruina. Pero la gente sabía que, aunque la casa se desmoronara, el mal que habitaba en ella nunca se iría.

El Caño de Sancti Petri siguió su curso, indiferente a los horrores que se escondían en la orilla. Las aguas continuaron fluyendo, llevándose consigo los susurros de los muertos y las historias de aquellos que habían caído en las garras de la casa. Y así, la leyenda de la Casa del Caño perduró, un recordatorio sombrío de que hay lugares donde lo real y lo fantástico se entrelazan, creando un mundo de sombras del que es imposible escapar.

