Las Siete Potencias y el Peligro de Jugar con lo Desconocido

 

Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: El viento marino soplaba con una furia inusual sobre las calles del Puerto de Santa María, como si las olas quisieran borrar algún secreto guardado.

Aquella noche, la neblina, pesada y densa, cubría la ciudad con un manto de humedad que parecía imposible de atravesar. La luna, apenas un borrón en el cielo oscuro, se escondía tras las nubes. Los ecos del pasado resonaban, mientras los pasos solitarios de Angela Romero.

Angela no era una mujer supersticiosa. Había crecido entre los mitos y leyendas de Andalucía, pero nunca les había prestado demasiada atención. Para ella, lo sobrenatural era tan solo el refugio de aquellos que buscaban una excusa para no enfrentar la cruda realidad. Pero esa noche, algo en el aire había cambiado. No era solo la humedad del mar o el murmullo del viento; había algo más, algo que parecía acecharla desde las sombras.

La población, normalmente, bulliciosa, estaba desierta. Solo quedaban las luces temblorosas de algunas farolas y el leve susurro del oleaje. Angela apretó su abrigo contra el cuerpo y aceleró el paso, aunque no podía evitar mirar hacia atrás de vez en cuando, sintiendo una presencia que no podía explicar.

Había pasado el último mes investigando para su nuevo libro sobre las religiones africanas en la diáspora, con un enfoque en las Siete Potencias del panteón yoruba. Lo que había comenzado como una simple investigación académica había adquirido una oscuridad que no esperaba. Las historias de aquellos que practicaban estas religiones en silencio, las leyendas de la brujería, la incomprensión y el miedo que las rodeaban, se habían mezclado en su mente hasta el punto de que ya no distinguía entre la realidad y la ficción.

Angela se detuvo en seco al escuchar el crujido de una puerta detrás de ella. Giró bruscamente, pero solo vio sombras. No había nadie allí, o al menos, eso quería creer.

Su investigación la había llevado a una pequeña casa. Un lugar que todos en el pueblo evitaban, con historias de rituales secretos y personas que desaparecían en la noche. Allí vivía Mateo, un anciano negro que, según los rumores, tenía conocimiento profundo sobre las religiones africanas, aunque pocos sabían más de él. Algunos lo llamaban santero, otros brujo. Angela solo sabía que era su última esperanza para comprender lo que había descubierto.

El hombre la recibió en la penumbra de su salón, apenas iluminado por una luz mortecina. El aire allí dentro era sofocante, cargado de incienso y algo más, una tensión invisible que parecía apretar el pecho de Angela. Mateo la miraba con ojos oscuros y profundos, como si pudieran ver más allá de su piel, hacia sus miedos más íntimos.

No estás buscando un libro, ¿verdad? —dijo el anciano con voz rasposa, rompiendo el silencio.

Angela tragó saliva, sintiendo cómo una gota de sudor frío recorría su nuca.

Estoy… investigando sobre las Siete Potencias —respondió, tratando de sonar segura.

Mateo se rio entre dientes, un sonido hueco y seco, como el crujido de la madera vieja.

Las Siete Potencias… —murmuró—. No son lo que crees. No son brujería, como muchos piensan. Son mucho más antiguos, más poderosos. Son los orishas, deidades, no trucos de magia.

Angela sabía aquello, claro. Pero en su mente, los relatos que había encontrado en su investigación la atormentaban cada noche. Historias de sacrificios, de invocaciones malditas, de hombres que habían perdido la cordura tras buscar respuestas en los lugares equivocados.

Entonces, ¿no es peligroso? —preguntó, intentando sonar casual, aunque su corazón palpitaba acelerado.

Mateo se inclinó hacia ella, con los ojos fijos, penetrantes.

Es peligroso si no entiendes. Las religiones de los orishas no son juego. Quienes buscan respuestas sin respeto, sin conocimiento, se pierden. No estamos hablando de magia para resolver problemas triviales. Estos son dioses, y con ellos no se juega.

Esa noche, cuando Angela regresó a su piso, sentía que algo la seguía. Era como si una presencia invisible la vigilara desde las sombras, algo que no se podía explicar con palabras. Las Siete Potencias no eran simplemente «potencias» mágicas, sino entidades con una profundidad espiritual que desafiaba la comprensión de aquellos que intentaban simplificarlas.

A medida que el tiempo pasaba, las investigaciones de Angela comenzaron a transformarse en una obsesión. Cada vez que intentaba dormir, veía figuras en sus sueños, sombras que danzaban al ritmo de tambores invisibles. Yemayá, la diosa del mar, se le aparecía entre las olas, sus ojos oscuros mirándola desde el abismo. Elegguá, el guardián de los caminos, le susurraba advertencias en lenguas antiguas. Changó, el dios del trueno, rugía en las tormentas que estallaban en el horizonte.

Los días se mezclaban con las noches y Angela comenzó a perder la noción del tiempo. Su vida se había convertido en una serie de imágenes difusas y voces que no podía distinguir. Sabía que se estaba acercando a un límite, pero no podía detenerse. Era como si las mismas Potencias la estuvieran llamando, arrastrándola hacia un lugar del que no sabía si podría regresar.

Una noche, Angela despertó sobresaltada. La habitación estaba completamente oscura, pero algo estaba diferente. Un frío inusual llenaba el aire, y una figura alta y encapuchada estaba de pie a los pies de su cama.

No debiste buscar lo que no comprendes —dijo la voz, grave y profunda, resonando en su mente más que en sus oídos.

Angela se sentó, temblando, incapaz de articular palabra.

Las Siete Potencias no son lo que piensas. Ellos no son tus enemigos, pero tampoco son tus aliados. Estás jugando con algo que no puedes controlar.

El miedo se apoderó de su cuerpo. Era como si todas las advertencias de Mateo, todas las leyendas y los rumores, se hubieran hecho realidad en ese preciso momento. Pero ¿era aquello real o una proyección de su mente agotada?

¿Qué quieres de mí? —preguntó finalmente, su voz quebrada por el terror.

La figura se acercó, y entonces Angela pudo ver el rostro de Obatalá, el dios de la paz, sereno y lleno de una sabiduría insondable.

—Quiero que entiendas —dijo Obatalá—. No estamos aquí para hacer el mal. Los orishas no son fuerzas oscuras, sino que guías. Pero si juegas con lo que no comprendes, te perderás en las sombras.

Angela despertó al día siguiente sintiéndose extrañamente liviana. La neblina en su mente había desaparecido, y aunque los recuerdos de aquella noche seguían difusos, sabía que había tocado algo que pocos entendían. Las Siete Potencias no eran demonios ni brujería. Eran fuerzas antiguas, guardianes de un mundo que la humanidad había olvidado.

Con el tiempo, abandonó su investigación, pero no por miedo, sino por respeto. Había aprendido que algunas cosas no podían ser comprendidas desde la distancia. La santería africana, con sus orishas, no era un simple sistema de creencias mágico, sino un complejo tejido espiritual que conectaba a las personas con su historia, su comunidad y el cosmos. Intentar reducirlo a meras prácticas mágicas era una falta de respeto a su profundidad.

Aquella experiencia la cambió para siempre. El Puerto de Santa María seguía siendo el mismo, pero para Angela, algo en su interior había cambiado. Había aprendido, quizá de la manera más difícil, que no todas las respuestas estaban destinadas a ser descubiertas. Algunas, como las Siete Potencias, debían ser honradas desde la distancia, y no desafiadas desde la ignorancia.