
Lo que parece imposible es cierto. Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: El antiguo convento de la Victoria, erguido en el corazón de Jerez de la Frontera, aún resonaba con ecos de su pasado. Fundado en el siglo XVI por la Orden de los Mínimos, había sido testigo de silencios oscuros y secretos que solo la piedra conocía. Ahora, como Escuela de Arte de Jerez, sus pasillos vibraban con el murmullo de estudiantes y el roce de pinceles sobre lienzos.

Sin embargo, el convento no pertenecía del todo a los vivos. Para los nuevos, era solo una reliquia arquitectónica, pero los que llevaban más de un año allí sentían una opresión en cada rincón. Los más sensibles notaban un aire espeso que abrazaba los corredores, algo más que el frío y la humedad.

Noe, estudiante de segundo año, solía ser la última en abandonar las aulas. Su lienzo parecía cobrar vida, pero su obsesión no era solo artística. Cada noche, regresaba al aula vacía, incapaz de dejar su pintura inconclusa. Aquella noche, la lluvia azotaba los ventanales mientras pintaba mecánicamente. La figura que emergía no era la que pretendía; era una figura oscura con ojos vacíos que parecía observarla.

—No estás sola —susurró una voz que no debía estar allí.

Noe dejó caer el pincel, el eco del metal resonando en la sala vacía. Respiró hondo y miró a su alrededor; la sensación de ser observada era innegable. Notó una presencia a sus espaldas y el miedo empezó a crecer en su pecho. Los rumores entre los estudiantes hablaban de sombras que se movían solas, de puertas que se abrían y de voces susurrantes. Pero eran solo rumores, hasta esa noche.

Esa misma noche, Santiago, profesor de historia del arte, revisaba manuscritos. Había algo inquietante en el edificio. Los archivos estaban incompletos, llenos de lagunas y notas apresuradas sobre desapariciones de monjes. «Las sombras… no son solo leyendas,» escribió en su cuaderno.

Santiago sintió un crujido suave en el pasillo. Abrió la puerta, pero estaba vacío. Al regresar, notó que un documento estaba en el suelo. Mientras se agachaba, un golpe sordo resonó al final del pasillo. Un sudor frío le recorrió la nuca; algo lo observaba desde las sombras.

Los días siguientes, la atmósfera se volvió opresiva. Los estudiantes afirmaban que sus obras cambiaban de un día para otro. Noe estaba cada vez más inquieta; no podía dormir, y la figura del lienzo la acechaba en sueños. Santiago también sufría pesadillas sobre monjes murmullando en círculos.

Ambos sentían que el lugar los llamaba, atrapándolos en un espiral de miedo y confusión. Una noche, Noe decidió enfrentar el lienzo. La puerta se abrió lentamente y Santiago entró, pálido y determinado.
—Este lugar… no es solo el convento. Somos nosotros. Nos está… usando.

Noe lo miró, incapaz de articular una respuesta. Ambos comprendieron que algo más grande estaba en juego, algo que había estado allí durante siglos, alimentándose de aquellos que cruzaban su umbral.

Esa noche, mientras la lluvia arreciaba, Noe y Santiago se enfrentaron a la verdad que temían. No era el convento el que albergaba algo oscuro; era algo dentro de ellos, despertado por el lugar, dispuesto a consumirlos. Los gritos de Noe, se apagaron en la tormenta, y las luces del aula vacía parpadearon y se extinguieron.

Al día siguiente, solo quedaron sombras danzando en los corredores. Las obras de arte, inacabadas, aguardaban en silencio, como siempre, esperando a su siguiente creador. Pero las sombras nunca desaparecían del todo. La verdad es más extraña que la ficción.

