
Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: Jerez de la Frontera, un rincón andaluz impregnado de historia, evoca una sensación profunda. Al caer la noche, las sombras se alargan en las esquinas, susurrando secretos a quienes saben escuchar. Desde el castillo hasta los campos de viñas y olivares, el ambiente parece estar cargado de misterios. En este contexto vive don Esteban Arcos, un solitario estudioso de lo oculto, conocido como «el Lector de Sombras«.

Don Esteban ha dedicado gran parte de su vida a los libros, en una biblioteca antigua y olvidada. Los lugareños afirman que puede predecir el clima o detectar mentiras a través del tono de la respiración. Sin embargo, pocos entienden su obsesión: desentrañar las fuerzas invisibles que rigen la existencia, lo que se siente en lo más profundo, aunque no se vea.

A lo largo de sus investigaciones, don Esteban descubrió la teoría de los campos mórficos, que sugiere que las estructuras y comportamientos de los seres vivos no dependen solo de la genética, sino de una «memoria colectiva» acumulada por cada especie. Esto le intrigaba, ya que Jerez parecía estar influenciado por estos campos invisibles.

Esa noche, mientras caminaba por el barrio de Santiago, el silencio se rompía solo con sus pasos. En la plaza del Arenal, se detuvo y sintió una sacudida en el pecho, como si los ecos del pasado lo invadieran. Sabía que ese lugar guardaba una memoria ancestral. «Los campos mórficos», murmuró para sí.

Al día siguiente, un joven llamado Ángel llegó a su puerta, con una mezcla de fascinación y miedo. Tenía grandes ojos oscuros y parecía cansado. «He venido desde Cádiz porque me han hablado de usted«, dijo en voz baja.
«¿Qué buscas, joven?» –preguntó don Esteban.

Ángel dudó, intentando articular un sentimiento confuso. «Quiero saber si es posible percibir lo que otra persona ha sentido. Mi madre murió hace un año, y a veces siento que sé cosas que no me contó».

Un escalofrío recorrió a don Esteban; había encontrado casos similares. Decidió llevar a Ángel a una ermita abandonada en las afueras de Jerez. «Cierra los ojos y respira», le dijo, y mientras Ángel lo hacía, comenzó a advertir una calma extraña. El ambiente cambió, y un hormigueo envolvió el espacio.
«¿Sientes algo?» –preguntó don Esteban.
«Sí, es como una vibración que me llama», respondió Ángel.

Don Esteban explicó que lo que sentía era la resonancia mórfica, una conexión con la memoria colectiva. «Cada vida deja una huella indeleble», añadió.

A medida que las semanas pasaron, Ángel se conectó más con esos ecos invisibles. Un día, tuvo una visión de su madre joven, sosteniendo un libro. «Es un libro de poemas en una lengua que no entiendo», le dijo a don Esteban.

Interesado, don Esteban llevó a Ángel a la biblioteca de la ciudad, donde le mostró un libro titulado El canto de las piedras. Al tocarlo, Ángel sintió una energía que lo hizo temblar. «Es el mismo libro», exclamó, asombrado.

Aquella noche, mientras leía, las palabras parecían cobrar vida. El libro hablaba de cómo los constructores musulmanes habían dejado símbolos en los muros de Jerez, resonando con los campos mórficos. «Estos son lugares de poder donde la memoria sigue viva», explicó don Esteban.

Ángel comprendió que esos recuerdos no solo pertenecían a los muertos, sino que también formaban parte de él. Su existencia era un reflejo de sus antepasados, y podía aprender de su experiencia más allá de la biología.

Al contemplar las estrellas sobre Jerez, Ángel y don Esteban se dieron cuenta de que los campos mórficos eran una red viva que conectaba todas las almas. Sonrieron, reconociendo que estos fenómenos invisibles ofrecían una comprensión más profunda de la vida.

Para don Esteban, era una certeza; para Ángel, una puerta a nuevas posibilidades. Ambos entendieron que los ecos de sus antepasados seguirían vivos, resonando como parte de un todo eterno. En ese rincón de Jerez, supieron que no estaban solos. Con una última mirada, se despidieron, conscientes de que sus caminos se habían cruzado en el vasto campo mórfico que conectaba sus almas.

