El Acabador: Un Relato de Miedo en la Sierra de Cádiz

Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: La oscuridad se había apoderado de la pequeña aldea en la sierra gaditana, como un manto opresivo. El viento silbaba a través de las grietas de las paredes de adobe, dando la impresión de que algo intentaba abrirse paso desde el otro lado de la noche. En el cielo, la luna no era más que una fina línea pálida, atrapada entre nubes oscuras.

En este rincón olvidado de Andalucía, los habitantes susurraban, temerosos de que algo más pudiera escucharlos. En la taberna, el único lugar con luz y calor, un grupo de hombres y mujeres se apiñaba alrededor de una mesa. Había vino barato, pero nadie lo tocaba.

Las miradas se desviaban hacia la puerta, como si esperaran que alguien la cruzara. El miedo se palpaba en el aire, denso como el olor a humedad. «Dicen que está aquí», murmuró una anciana, temblando. «Lo han visto en la colina, cerca de la casa de los Martínez».

Un murmullo recorrió la sala, y todos miraron a Mateo, el sacristán, quien había encontrado el cuerpo de Pablo Martínez esa mañana. «No fue una muerte natural», dijo. «Pablo tenía los ojos abiertos, pero no miraba nada. Era como si algo hubiera apagado su alma».

Una joven, de cabello oscuro y ojos llenos de angustia, se levantó. «¡No hablemos más de esto!», exclamó. «Cada vez que pronunciamos su nombre, es como si lo llamáramos aquí».

En el umbral de la taberna, una figura se dibujó en la penumbra. Era un hombre encorvado, envuelto en un manto negro. Cuando entró, el aire pareció enfriarse. «Soy un viajero», dijo. «Busco alojamiento por una noche».

Nadie pronunció palabra. Finalmente, el tabernero carraspeó. «Aquí no queda espacio», declaró, a pesar de que había habitaciones vacías. «Quizá pueda intentar en el caserío al otro lado del valle» El forastero inclinó la cabeza, como si aceptara la mentira, pero no se movió. «No necesito cama. Solo un rincón para descansar y algo de pan».

Mientras comía en silencio, un anciano, visiblemente ebrio, se armó de valor. «¿Eres un acabador, ¿verdad?», preguntó. «¿Vienes a dar muerte y por sus almas?» La cuchara del hombre se detuvo. «No siempre es el acabador quien viene», respondió. «A veces, son las almas las que lo llaman».

El murmullo siguiente fue sofocado. La joven se levantó de nuevo. «No deberías estar aquí», dijo. «Este lugar ya ha sufrido suficiente». El hombre inclinó la cabeza. «No soy quien crees, pero tampoco soy alguien que deba quedarse». Y salió al frío de la noche, dejando un silencio pesado.

Esa noche, pocos durmieron. El viento traía sonidos inquietantes, y los perros aullaban. Clara, abrazando un rosario, caminaba nerviosa por su casa. En la penumbra, una sombra se movió. «No siempre es el acabador quien viene…», susurró desde la oscuridad. Clara retrocedió, aterrorizada.

Al día siguiente, el pueblo despertó para encontrar su casa vacía. La puerta estaba abierta y el rosario colgaba del picaporte, roto. Nadie se atrevió a entrar. En la colina, encontraron cenizas y unas botas de cuero gastadas.

De Clara, no hubo rastro. Mateo, el sacristán, pronunció lo que todos temían: «El acabador no solo toma vidas. También toma almas». Desde ese día, la cortijada fue abandonada, y su historia se convirtió en un eco entre los montes. Pero los murmullos todavía pueden oírse en las noches de viento, cuando las sombras parecen demasiado largas.

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