La aterradora leyenda del Niño Blanco: Misterio y terror en un cortijo andaluz

Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: El cortijo «El Silencio» se erigía majestuoso en la sierra de Cádiz, rodeado de encinas y una espesa niebla que parecía guardar secretos ancestrales. Construido en el siglo XIX, había sido restaurado como refugio de turismo rural, aunque su fama estaba marcada por historias que no se mencionaban en los folletos, historias que se susurraban entre los lugareños y que añadían un aura de misterio al lugar.

Inés, una escritora en busca de inspiración, decidió alquilar el cortijo por una semana, necesitando soledad para terminar su novela y sintiendo una extraña atracción por el lugar, una atracción que no podía explicar pero que la impulsaba a adentrarse en sus misterios.

La primera noche fue tranquila, demasiado tranquila, hasta que un llanto suave y distante la despertó. Siguiendo el sonido, se encontró ante una puerta cerrada, una puerta que parecía guardar secretos que no estaba segura de querer descubrir.

Al día siguiente, la casera, Doña Pilar, llegó con provisiones y una sonrisa que no lograba ocultar una sombra de preocupación. Inés mencionó el llanto, y Pilar, evasiva, sugirió que debía ser el viento, ese viento que a veces juega con nuestros sentidos y nos hace creer en cosas que no existen.

Pero Inés insistió, y Pilar, con un suspiro resignado, reveló que la habitación pertenecía a un niño que había muerto en circunstancias trágicas, un niño cuya historia estaba tejida con hilos de dolor y misterio, y que algunos, los más sensibles, lo habían visto, habían sentido su presencia.

Esa noche, el sonido cambió, se transformó en un susurro que pronunciaba su nombre: ¡Inés!

Armándose de valor y con una linterna, encontró la puerta entreabierta y un diario antiguo sobre una mesa, un diario que parecía esperarla, que parecía querer contarle una historia olvidada. Las primeras páginas estaban tachadas, como si alguien hubiera querido borrar un pasado doloroso, pero una frase al final decía: «El Niño Blanco no perdona, pero tampoco olvida.»

A medida que pasaban los días, los eventos extraños aumentaron, objetos cambiaban de lugar como si una mano invisible los moviera, y el retrato de un hombre parecía seguirla con la mirada, un retrato que parecía tener vida propia.

Inés soñaba con el niño, un rostro pálido y una sonrisa inquietante, un niño que parecía pedir ayuda, que parecía querer contarle algo. Investigando la historia del cortijo, Inés encontró un artículo sobre Mateo, un niño desaparecido en 1923, cuya madre había recurrido a un curandero de magia oscura, un curandero que prometía soluciones pero que solo trajo más dolor.

Al regresar al cortijo, sintió una presencia constante, una presencia que la acompañaba, que la observaba. Una madrugada, el Niño Blanco apareció junto a la ventana, pidiendo ayuda, una ayuda que Inés, paralizada, no pudo responder y el niño desapareció, dejándola con una sensación de impotencia. A partir de entonces, quiso ayudarlo, pero no sabía cómo, no sabía qué hacer para liberarlo de su sufrimiento.

Encontró un mapa en el diario que conducía a un árbol en las afueras, un árbol que parecía guardar la clave de todo, la clave para liberar al niño de su eterno tormento.

Al rayar el alba, Inés, siguiendo el mapa al pie de la letra, cavó bajo un árbol y halló una caja que contenía un mechón de cabello, un juguete oxidado y una nota que rezaba: “Mateo fue un sacrificio. Perdónanos.”

De regreso al cortijo, Inés tuvo la extraña sensación de que algo la seguía. Al volverse, vio al Niño Blanco más cerca que nunca, extendiendo su mano hacia ella. Inés, con un nudo en la garganta, le mostró la caja y el niño asintió levemente.

Esa misma noche, Inés se enfrentó al niño en el salón, encendió unas velas y colocó la caja sobre la mesa. El niño, con una tristeza infinita en los ojos, le confesó que no podía descansar en paz. Inés, con el corazón en un puño, decidió liberarlo simbólicamente, enterrando la caja junto a la cruz rota y rezando por el alma de Mateo.

La niebla comenzó a disiparse y Inés sintió un cambio en el ambiente, como si un peso se hubiera levantado. Durmió profundamente por primera vez en días. Al despertar, encontró una flor blanca sobre su mesa y el diario en blanco, como si el Niño Blanco se hubiera llevado su historia consigo.

Inés dejó el cortijo esa misma tarde, con la certeza de que nunca olvidaría a Mateo. Comprendió que, aunque el pasado no puede cambiarse, puede liberarse si se escucha con el corazón abierto.