
Cádiz se transforma cada febrero en un carnaval de risas y colores. Pero detrás de la purpurina y las coplas, algunos susurran que el Carnaval oculta secretos oscuros. Esta es la historia de una máscara maldita, un callejón que devora almas y un pacto prohibido.

Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: En una tienda antigua del casco viejo, colgaba una máscara de ébano con expresión grotesca. «Del siglo XVII», explicó el anticuario. «Perteneció a un bufón asesino».

Laura Montenegro, restauradora de arte, aceptó devolverle el esplendor a la máscara para un coleccionista anónimo. Al tocarla, sintió un escalofrío. Esa noche soñó con olas y una voz susurrante: «Encuéntrame antes que Él».

El inspector Diego Valcárcel investigaba desapariciones ocurridas en carnavales previos. Las víctimas se esfumaban cerca del Callejón del Duende. En una grabación, vio una figura alta arrastrando a una mujer hacia la penumbra.

Valcárcel se adentró en el callejón. Las paredes parecían cerrarse sobre él. Una melodía distorsionada flotaba en el aire. Al final, encontró una puerta entreabierta con luz rojiza.
La puerta llevaba al Teatro de las Lágrimas, donde ensayaba la Comparsa de los Huesos Blancos.

Lucía, estudiante de folklore, se infiltró en un ensayo. Vio figuras esqueléticas bailando al ritmo de tambores lúgubres. El líder llevaba la máscara restaurada por Laura.
«¡Momo reclama su tributo!», proclamó mientras los bailarines caían como marionetas rotas.

En la playa de La Caleta, Laura luchaba contra algo invisible. La máscara parecía fusionarse con su rostro. La multitud celebraba alrededor de una sardina ardiente, pero dentro del fuego se distinguía un cuerpo humano.

Valcárcel llegó cuando las aguas se agitaron. De las olas emergió una figura alta: Momo había llegado. La multitud cayó en trance mientras Valcárcel disparaba inútilmente.
Laura se desplomó al suelo cuando la máscara se desprendió y se hizo añicos.

En la comisaría, Valcárcel mostró a Laura un pergamino antiguo. Hablaba de un pacto: cada cincuenta años Momo exigía trece almas para mantener vivo el Carnaval. La máscara era la llave entre mundos.
«Solo quien porta la máscara puede romper el ciclo», explicó Valcárcel. «Pero requiere un sacrificio final».
Laura asintió; ambos sabían lo que debía hacerse.

Al año siguiente, Cádiz vivió un carnaval luminoso y alegre. Nadie mencionó a Laura ni a Valcárcel. En una tienda efímera, un turista compró una máscara de ébano con facciones grotescas.
En la playa, una niña recogió una concha que le susurró: «Pronto… Él volverá».

