
Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: En el corazón de Jerez de la Frontera, donde el viento lleva consigo el aroma a vino fermentado y la cera derretida, se esconde un secreto; un lugar que, al caer el sol tras nubes pesadas, parece transformarse. Las estrechas callejuelas, empapadas por la llovizna, semejan arterias de un cuerpo que duerme, y en su centro, como una vértebra maldita, se alza la Capilla del Señor de la Puerta Real, un sitio que parece guardar secretos y misterios.

Nadie conoce con certeza cuándo comenzó la obsesión de Elías por este lugar, si fue el susurro de su madre en sus últimos momentos, que le decía “Debes ir a la Capilla… allí hallarás lo que buscas”, o quizás fue en su infancia, cuando una procesión lo detuvo frente al portón y vio una figura que no parecía ser ni estatua ni sombra.

Elías, un hombre de 42 años, cargaba con una tristeza que parecía estar adherida a su ser como el salitre, un profesor de filosofía que abandonó todo después de una crisis nerviosa, y que ahora habla de símbolos, puertas invisibles y voces que le dictan fórmulas en sus sueños, lo que su terapeuta califica como “delirios herméticos”, pero

Elías está convencido de que algo lo guía hacia la verdad. La Capilla, un lugar que aparece en las guías turísticas, se convierte así en el centro de su búsqueda, un umbral hacia lo desconocido. En sus muros agrietados, podían apreciarse varios grabados, como una estrella de cinco puntas, una serpiente devorando su propia cola y un ojo rodeado de hojas de acanto.

Cada noche, Elías se sentaba frente al portón, fumando y esperando; en ocasiones, vislumbraba en la neblina a una mujer de negro, descalza, en el interior de la nave, o escuchaba golpes provenientes del altar. Llevaba un cuaderno consigo, donde anotaba cada sonido, visión y susurro que percibía. Fue en una de esas noches cuando conoció a Inés, quien surgió de la bruma con un rostro anguloso y una voz que parecía humo. “Ellos también me hablan”, le dijo, y se sentaron en silencio, contemplando la capilla.

Inés, tenía visiones de una figura alada que le entregaba pergaminos escritos en una lengua desconocida, y aunque había perdido todo, conservaba el impulso de regresar a ese lugar. Con el tiempo, Elías e Inés comenzaron a compartir sus notas y sueños, soñando con una bóveda subterránea, cantos que no parecían humanos y una piedra negra que palpitaba.

Una madrugada, Inés le preguntó: —¿Has oído hablar de los Custodios del Quinto Umbral? A lo que Elías respondió: —Solo conozco vaguedades. En el siglo XVII, estos individuos no eran ni monjes ni alquimistas, sino algo intermedio, una especie de puente entre dos mundos. La capilla se convirtió en un umbral entre la realidad y lo desconocido, y su obsesión por descubrir sus secretos creció con cada paso.

Investigaron en archivos polvorientos, hablaron con ancianos que parecían guardar secretos, y consultaron grimorios llenos de frases crípticas como: “La puerta se abre en el equinoccio”, “El iniciado debe ser quebrado”. Finalmente, el 21 de marzo, con la ciudad sumida en una calma extraña, decidieron forzar el portón de la capilla, que cedió sin resistencia, como si los hubiera estado esperando.

Al entrar, el aire los recibió con un olor a incienso rancio y humedad, y los frescos en las paredes mostraban cuerpos en llamas, ojos sin párpados, y árboles con raíces de calaveras, una imagen que helaba la sangre. “Este sitio está vivo”, susurró Inés, con una mezcla de miedo y fascinación. Tras el altar, encontraron una trampilla escondida bajo una losa con símbolos alquímicos, y decidieron bajar.

El descenso fue largo y el aire se volvía cada vez más espeso, hasta que llegaron a una galería subterránea iluminada sin fuente aparente, con inscripciones en latín, hebreo y una lengua desconocida que parecía provenir de otro mundo. Al fondo de la galería, una sala circular los recibió con una esfera de obsidiana en un pedestal, que parecía vibrar con una frecuencia extraña.

Elías la tocó. Un grito o canto brotó de las paredes, y las linternas estallaron, sumergiéndolos en una oscuridad total. Cuando Elías despertó, estaba solo, y Inés había desaparecido. Pasaron horas, o días, en una confusión de tiempo y espacio, hasta que finalmente logró salir de aquel lugar, con la sensación de haber dejado atrás una parte de sí mismo.

El tiempo en ese lugar parecía desafiar cualquier tipo de lógica, ya que cuando Elías emergió, era de día, y la ciudad de Jerez estaba completamente vacía, con el reloj marcando las 3:33. En noches posteriores, regresó en busca de Inés, pero la capilla parecía guardar su secreto con celo.

Años más tarde, un periodista lo entrevistó en una habitación cercana al Alcázar, rodeado de libros y dibujos de círculos, figuras aladas y puertas. “¿Qué fue lo que encontró en la Capilla?”, preguntó el periodista. A lo que Elías respondió: “La muerte, pero no la de la tumba, sino la que nos acompaña en cada paso, susurrando en nuestros pensamientos”.

Actualmente, la Capilla sigue en pie, desafiando el paso del tiempo. Algunos turistas pasan por allí, mientras que otros sienten un escalofrío, como si algo los estuviera observando. En las noches de luna nueva, un hombre de barba rala espera en el banco de piedra, con un cuaderno en mano, convencido de que Inés regresará, y de que el Umbral late con ansias de ser cruzado.

