El eco del mal (o de la duda) en la Sierra de Cádiz

Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: Elena, periodista con corazón escéptico y cabeza entrenada para desmontar misterios con la precisión de un bisturí, no esperaba que una llamada del pasado alterara su brújula racional.

Al otro lado del teléfono, la voz temblorosa de Antonio, viejo amigo de la familia y testigo de demasiadas noches sin sueño, le suplicaba ayuda. Su sobrina Maríaalegre como una verbena andaluza y sociable como un patio en primavera— se había convertido, sin previo aviso, en un enigma oscuro: hablaba en lenguas que nadie entendía, se enfrentaba con furia a los crucifijos y poseía una fuerza que no cabía en su cuerpo menudo.

Elena, nieta de un hombre que había conocido mejor los rezos que los remedios, vio la ocasión perfecta para diseccionar las supersticiones rurales con el bisturí del pensamiento moderno. Tomó su grabadora, su ceja arqueada y se internó en el corazón de la Sierra de Grazalema, donde los mapas topográficos terminan y comienzan los relatos que se susurran para no despertar lo que duerme.

El pueblo la recibió con ese silencio espeso que no se improvisa: se cultiva. Las miradas esquivas y las puertas entrecerradas no eran hostiles, pero sí desconfiadas. Allí, las palabras tardan más en salir que en llegar. Antonio, encanecido más por el miedo que por el tiempo, le relató lo esencial: María había jugado a la guija en una casa que el pueblo evitaba como a una promesa rota. Desde entonces, nada fue igual.

La primera vez que Elena vio a María, no supo si temblar o registrar. La joven estaba atada a una cama con más miedo que violencia, alternando miradas vacías con gritos desgarradores. Su voz cambiaba de registro como un viejo transistor poseído. Y entre frases en latín macarrónico y risas que no eran suyas, se filtraba algo más: la posibilidad de que no todo tuviera explicación.

El médico del pueblo, un hombre que había visto más partos que psiques rotas, no pudo etiquetar el caso. Sugirió esquizofrenia, sí, pero con la boca tan poco convencida como los ojos. Elena, racional hasta el tuétano, comenzó a sentir una grieta en su lógica: no porque creyera en demonios, sino porque la alternativa —el vacío— era aún más perturbadora.

Fue entonces cuando entró en escena el Padre Damián, un sacerdote retirado, de esos que parecen más tallados en madera que nacidos de mujer. Le habló de rituales antiguos, de demonios que se disfrazan de escepticismo y del Rituale Romanum de 1614, que, según él, era más eficaz que las “versiones edulcoradas” de hoy. Elena no creyó, pero tampoco se rió. La fe, después de todo, es ese tipo de locura que, cuando se ve de cerca, resulta inquietantemente cuerda.

El exorcismo ocurrió en la iglesia del pueblo, un templo tan viejo que sus grietas parecían susurrar salmos olvidados. Elena, grabadora en mano, fue testigo de una escena más propia de una pesadilla barroca que de un informe periodístico. María gritaba, se contorsionaba, hablaba en dialectos que ni Google Translate se atrevería a tocar.

El aire olía a azufre o a miedo —es difícil distinguirlos— y en un momento, incluso desafió la gravedad, como si el suelo ya no la reconociera como suya. Horas después, cuando el Padre Damián, exhausto como un boxeador que se bate contra sombras, logró que una voz cavernosa pronunciara un nombre —“Meridiano”—, algo se rompió. O se liberó. María cayó como cae una marioneta sin hilos.

Al despertar, sus ojos eran otros. No quedaba rastro del horror, como si todo hubiera sido un mal sueño que solo los demás recordaban. Elena volvió a la ciudad con menos certezas que preguntas. Había ido a cazar supersticiones y volvió cargando una duda tan pesada como una lápida. ¿Y si lo real no es únicamente lo que se puede medir? ¿Y si la razón, como una linterna con pilas viejas, simplemente no llega a iluminarlo todo?

En la Sierra de Cádiz, donde las montañas guardan secretos mejor que los archivos, el mal no se exhibe: susurra. A veces, se disfraza de enfermedad; otras, de leyenda. Pero siempre vuelve, como un eco. O peor: como una pregunta sin respuesta.