El Terror Oculto en Sanlúcar de Barrameda

Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: En el Jardín de Las Piletas. En Sanlúcar de Barrameda, entre brumas y sal, se oculta un jardín que respira melancolía: El Jardín de Las Piletas. Fue concebido con noble intención —la sanación—, pero la historia tiene un sentido del humor cruel. Lo que nació como refugio de alivio terminó siendo morada del dolor. Sus aguas, ricas en yodo y bromo, prometían curar, aunque toda promesa de salud arrastra la sombra de la enfermedad.

Cuando el sol se hunde sobre la desembocadura del Guadalquivir y el aire se espesa con aroma a hierro y humedad, el jardín se transforma. No es ya un retiro de nobles, sino un eco. Un eco de tos, de fiebre y de plegarias que nadie escuchó. Cada piedra parece recordar la desesperación de quienes vinieron buscando un milagro y hallaron solo un reflejo turbio de sí mismos.

El visitante que se adentra en sus senderos siente pronto el peso del abandono. Los plátanos orientales, enormes y retorcidos, forman un techo verde que no da sombra sino encierro. La luz no penetra; el sonido se ahoga. Todo se vuelve un susurro contenido. Y en medio del silencio, las estatuas vigilan. Hipócrates, Galeno, La Fama… figuras que antaño parecían custodios de la salud, y que hoy parecen testigos petrificados de una derrota.

Dicen que sus ojos de piedra vieron desfilar a los enfermos, que los observaron beber de la piscina circular con la fe de quien bebe su último consuelo. Pero el agua, bajo la luna, no era clara: tenía el brillo del óxido, un color que recordaba la sangre vieja. En una de esas noches, cuando el jardín aún creía en su poder curativo, llegó un hombre llamado Don Ramiro de la Sombra.

No venía en busca de salud: traía la enfermedad dentro, como una bestia domesticada. Había viajado medio mundo tras el espejismo de una cura, y encontró en Las Piletas su última esperanza. Al principio sintió alivio, un respiro engañoso, casi amable. Pero pronto comprendió: el manantial no sanaba, solo aplazaba la agonía. Era como un veneno que adormece antes de matar. Obsesionado, Ramiro se negó a partir.

Cada noche descendía al agua, y cada inmersión lo consumía un poco más. Su cuerpo se disolvía, su mente se enredaba con el murmullo del agua. Hasta que una luna enferma, amarillenta como el pus, le reveló su destino: el manantial retenía la enfermedad, pero esperaba. Si él moría allí, su dolencia viviría para siempre. Y eso, para su mente ya rota, fue consuelo.

Ató una cadena a la estatua de La Fama —para que la historia no olvidara su nombre— y la otra a su cintura exhausta. Luego, se hundió en la pileta sin resistencia. No murió ahogado; fue absorbido. El agua, dicen, no lo rechazó. Lo acogió. Desde entonces, el jardín cambió. Las Piletas dejó de ser un sanatorio y se volvió un espejo de la desesperanza.

Quien cruza su verja al anochecer siente un peso en el pecho, una humedad interior que no proviene del aire. Algunos juran oír tosidos lejanos, murmullos entre las hojas, el chapoteo de alguien invisible. Pero lo peor ocurre ante la pileta. Si te atreves a mirar su superficie en la noche, quizás no veas tu reflejo. Tal vez veas otro rostro —pálido, tembloroso— que bebe del agua con ansia infinita. Un rostro que, según cuentan, se parece al de Don Ramiro.

El Jardín de Las Piletas no es ya un lugar. Es una fiebre contenida, un suspiro atrapado en piedra y agua. Quien entra allí no busca la cura: busca, sin saberlo, su propia enfermedad.

