
Así fue. Así ocurrió. Así me lo contaron: En el pintoresco pueblo de Zahara de la Sierra, una niebla espesa y blanquecina cubrió las calles poco antes de que estallara la tormenta. Era un fenómeno inusual para el mes de mayo, más propio de los crudos inviernos en la Sierra de Grazalema.

Aquella mañana, el aire transportaba un olor perturbador: una mezcla de incienso rancio y un miedo latente. Aunque nadie parecía notarlo, la rutina del pueblo seguía su curso. Sin embargo, algo se movía en la sombra, esperando el momento preciso para revelar su auténtica naturaleza.

Lola, una antropóloga de la Universidad de Granada, había llegado al lugar para investigar antiguos rituales andalusíes caídos en el olvido. Llevaba consigo el peso de la culpa por la trágica muerte de su hermano, ocurrida diez años atrás.

El Ayuntamiento le asignó una casa en ruinas del siglo XVIII, que los vecinos evitaban con recelo. Una anciana del pueblo le advirtió en voz baja que «las paredes escuchan». Lola, escéptica, atribuyó el comentario a supersticiones locales, pero esa misma noche escuchó murmullos en una lengua desconocida que la mantuvieron en vela.

Con el paso de los días, su cuaderno comenzó a llenarse de anotaciones enigmáticas sobre figuras y nombres como Ophaniel, Kaoriel y Zhazel. En sus sueños, un ángel de alas destrozadas se le apareció, revelándole que los egrégores nunca mueren; se ocultan en la mente colectiva y emergen cuando la humanidad los olvida.

Al despertar, descubrió marcas en la pared: un rostro tallado que coincidía exactamente con el de su visión onírica. Lola realizó una exhaustiva investigación en la biblioteca local, donde descubrió referencias a una orden desaparecida: los «Vigilantes de la Luz Oblicua», un grupo de monjes que, según los registros, habían encerrado ángeles caídos en lugares clave.

El bibliotecario, con voz grave, le advirtió que aquellos no eran seres celestiales, sino entidades moldeadas por la fe y el miedo colectivo. Poco a poco, Lola comenzó a perder el sentido de la realidad, vagando como un espectro entre la vigilia y el sueño.

Zahara, el pueblo, se transformó en un escenario onírico, donde las fronteras entre lo real y lo imaginario se desdibujaban. Lola comprendió que Zahara no era más que un egrégor, una entidad psíquica creada por las experiencias compartidas de sus habitantes. En su corazón yacía un ángel abandonado, una conciencia sin forma ni nombre.

Una noche, mientras exploraba, encontró un pasaje oculto que la condujo a un círculo ritual adornado con símbolos en hebreo, latín y árabe. En el centro, solo había vacío, hasta que una sombra emergió, encarnando la nada misma. Desde las profundidades, una voz susurró: «¿Me recuerdas?»

El ángel olvidado había sido parte de un culto atávico, condenado al olvido por el paso del tiempo. Con el olvido, llegó la locura. Lola, en lugar de huir, se arrodilló, derramó lágrimas y abrió su mente. El ángel la poseyó.

Cuando los turistas regresaron en verano, Zahara parecía intacta, pero algo había cambiado. Los habitantes evitaban mirar a los ojos, las campanas repicaban sin manos que las tocaran y se escuchaban cantos en lenguas muertas.

Lola había desaparecido, aunque algunos testigos aseguraban haber visto a una figura femenina dejando un rastro de ceniza y flores marchitas. Sus ojos, sin pupilas, reflejaban un vacío infinito, y sus cantos evocaban sueños ancestrales. Zahara de la Sierra ya no era un simple pueblo, sino un pensamiento colectivo, un egrégor que albergaba a un ángel que jamás volvería al olvido.

