A veces asumimos posiciones con demasiada prisa, decimos: soy ateo, agnóstico, creyente… La pregunta no es si crees o no, sino por qué desde hace tanto tiempo nadie puede evitar plantearse este dilema.
No se educa para la soledad, para la reflexión, para el autoconocimiento. Se nos educa para que nuestra agenda sea tan ajetreada que no tengamos un minuto para pensar en nuestras vidas.
Nacemos solos, vivimos solos en una soledad multitudinaria, morimos solos y nos enfrentamos solos a nuestro propio Juicio por únicamente nuestros propios actos. La soledad es un terreno propicio para la locura, si se trata de una soledad espiritualmente estéril. Un viaje alucinado por las cicatrices interiores.
El sistema ha logrado desencadenar una terrorífica guerra que aísla al individuo y lo vuelve más débil y manejable que nunca. Es la sociedad reducida a una simple suma de egos sin alma, enfrentados por el principio de competencia y unidos por la mutua desconfianza. Puedes, como les ocurre a muchos, perder el contacto con la realidad, volverte inadecuado a tu tiempo y refugiarte en lamentos y rencores hacia el presente.
El poder, la ambición, la nostalgia, las dudas, la soledad y el paso del tiempo sobrevuelan. Es esencial convencernos de que hay dominios de soledad, de secreto, a los cuales no todo el mundo tiene acceso. Ese terreno personal que se llena de melodía, de aquel dolor y de aquella dulzura que el cantaor de saetas de Jerez de la Frontera pone cuando pide la soledad, porque quiere hablar consigo.
El Nazareno está solo, vive en la calle de la soledad.