La religión católica creó el ritual de un final en la cama. El lecho de muerte era el lugar donde se concedía el perdón al moribundo por los errores de su vida. De lo humano pasaban después a lo divino. El sacerdote daba la extremaunción al enfermo y ya podía morir en paz.
La muerte se convirtió en una “ceremonia pública, organizada por el moribundo, que la preside y conoce su protocolo”. Los asistentes se concentraban alrededor del enfermo y al acto acudían también los niños. Entonces, a diferencia del presente, la muerte no se escondía a la infancia. La desaparición de una persona era aceptada y celebrada de manera ceremonial, pero sin carácter dramático ni excesivo impacto emocional.
Hasta la Baja Edad Media, en Europa, el destino se concebía como algo colectivo. “El hombre experimentaba en la muerte una de las grandes leyes de la especie y no procuraba ni escapar de ella ni exaltarla”.
Simplemente la aceptaba con la justa solemnidad que convenía para marcar la importancia de las grandes etapas que toda vida debía franquear siempre.
El hombre de fines de la Edad Media tenía una conciencia muy aguda de que estaba muerto aplazadamente, de que el plazo era corto, de que la muerte, siempre presente en el interior de sí mismo, quebraba sus ambiciones y emponzoñaba sus placeres. Y ese hombre poseía una pasión por la vida que nos cuesta entender hoy, quizá porque nuestra vida se ha vuelto más larga.
La muerte en el lecho de otro tiempo tenía la solemnidad, también la banalidad, de las ceremonias estacionales. Era una cosa esperable y la gente se prestaba a los ritos previstos por la costumbre. En el siglo XIX, una pasión nueva se adueñó de los asistentes. La emoción los agita. Lloran, rezan, gesticulan.
Los vivos ya no admiten la idea de la muerte. Ni la ajena ni la propia. “La sola idea de la muerte conmueve”. De aquí parte, probablemente, su insoportable peso actual.
El luto llegó a sus más altas cotas en el siglo XIX.
La característica de la modernidad: evitar, no ya al moribundo, sino a la sociedad, al entorno mismo, una turbación y una emoción demasiado fuertes, insostenibles, causadas por la fealdad de la agonía y la mera irrupción de la muerte en plena felicidad de la vida, puesto que ya se admite que la vida es siempre dichosa o debe siempre parecerlo.
En la actualidad se intenta que la muerte pase rápido, en silencio. Que ningún niño la vea. Las manifestaciones aparentes de luto son condenadas y desaparecen. Ya no se lleva ropa oscura, no se adopta una apariencia diferente de la de los otros días. Una pena demasiado visible no inspira ya piedad.
Tenemos una muerte con incineración. Es una muerte limpia, que no deja la huella de un lugar al que peregrinar para visitar al desaparecido. Algo así como una “supresión casi radical de todo lo que recuerde a la muerte”.
Antes, las mujeres del pueblo, estaban toda la noche en el Campo Santo, alumbrando a sus seres queridos, como una forma de iluminarles el camino hacia otra dimensión.
Muchas cosas hemos perdido, abandonadas en el camino, o simplemente olvidado.
Fuente: Philippe Ariès, Aleksandr Solzhenitsyn, M. Vovelle, Aubrey de Grey, M. Abad, Oli Pérez. Duran.