JEREZ Y SU “ARMA DE DESTRUCCIÓN MASIVA”

Una tarde, salía de una pizzería de la calle Zaragoza, en Jerez de la Frontera; mientras desenvolvía una piruleta, regalo de uno de los camareros, cuál fue mi sorpresa cuando escucho que alguien me llama: -¡Chis, chis! – Busco a la persona que me reclama, pero nada de nada no hay nadie. – ¡Chis, chis! – Vuelvo a prestar oídos. – Pero ¿Quién me requiere? – Me pregunto. – ¡ Ehh! ¡Soy yo! ¡Estoy aquí! Con la boca abierta me quedo. ¡No puede ser! Pero ¿me está hablando un guardacantón? – ¡Hola! ¡Soy yo! – ¡Hola! –
Con voz tristona va contando que proviene de una familia cuyo origen se remonta muy atrás, y que él mismo ha tenido mejores tiempos muy gloriosos, contrarios a la ruina y vergüenza a la que se ve sumido en la actualidad, sirviendo de meadero de borrachos los fines de semana.

El guardacantón de la calle Zaragoza dice que tuvo un hermano en la calle Manuel María González, que desapareció, y si Dios no le libra, él lleva su mismo camino. Sirvió a las órdenes del mismísimo Blas de Lezo y Olavarrieta, en la batalla de Vélez Málaga, en donde este con 15 años, de los de esos días, recibió su bautismo de fuego y perdió la pierna izquierda, la que tuvieron que amputar sin anestesia. Ni un aullido salió de su boca. Siguió en su puesto y desde entonces lo llamaron Anka motz, «patapalo» en euskera.

El parlanchín guardacantón, prosigue narrando que Blaz de Lezo lo llevó a Cartagena de Indias, en donde la artillería a la que pertenecía no paró de vomitar fuego y plomo a los ingleses de lo lindo. También, aquí donde me ve ––dice el guardacantón––, estuve el mayo de 1741, en el guardacostas La Isabela, al mando del capitán Juan de León Fandiño, y participé en el apresamiento del contrabandista británico, Robert Jenkins, a quien le cortó una oreja al tiempo que le decía: «Ve y dile a tu rey que lo mismo le haré si a lo mismo se atreve».

No me libré ––agrega–– del desastre de la batalla naval de Trafalgar el 21 de octubre de 1805, cuando formaba parte de los cañones de refuerzo del navío Príncipe de Asturias, bajo las órdenes del teniente general Federico Gravina. Hoy, heme aquí hecho unos ascos, soñando con que el Ayuntamiento y la Asociación de Amigos del Museo Arqueológico de Jerez, me conmuten el más cruel de los destinos: desaparecer para siempre en el olvido, sin gloria, fama, honor, renombre, prestigio, inmortalidad, triunfo, victoria. ¿Es mucho pedir?