¡Quién me diera alas de paloma para volar y descansar! Esta frase está grabada sobre el frontal de mármol negro de uno de los altares de la iglesia de San Lucas (Jerez de la Frontera). Una Cofradía de Ánimas fue la promotora de este retablo. En Jerez durante los siglos XVII y XVIII eran frecuentes este tipo de hermandades de Ánimas, ya que el culto a las «ánimas benditas del Purgatorio», rechazado por los protestantes, fue durante esa época promovido por la Iglesia Católica.
Los cofrades de La Garduña eran muy devotos de las Ánimas. El jerezano perteneciente a La Garduña, más sonoro, posiblemente es Agustín Florencio, un bandolero que fue condenado a morir ahorcado.
La Garduña era una sociedad secreta formada por gente de la nobleza. El marqués de Siete Iglesias, secretario personal de Felipe III, llegó a estar al frente de la organización.
El dinero que recaudaban se lo repartían la Inquisición y la trama mafiosa.
La Inquisición contaba con los llamados familiares, voluntarios para labores de inspección y denuncia.
En Sevilla, como en otras localidades (Jerez), los familiares integraban la Cofradía de San Pedro Mártir. Como tenían que tener pureza de sangre, fueron muchos los caballeros de las órdenes militares de Calatrava, Alcántara y Santiago, que fueron también familiares del Santo Oficio.
La Garduña, nació en Toledo realizando trabajos para la Inquisición, y se desarrolló en el momento del Imperio, al socaire del Puerto de Indias (Sevilla). Era una sociedad esotérica, en la que se ingresaba tras un cierto proceso de iniciación, en un momento de conflictos y vacíos de poder, en el que el asociacionismo era una necesidad, y la picaresca, a menudo, la única salida.
La Garduña copió su estructura de las cofradías religiosas, se consideraba una hermandad. La cúpula estaba formada por un directorio secreto de altos protectores, a los cuales únicamente tendría acceso el Hermano Mayor o Gran Maestre, un personaje de alta condición social que manejaba los hilos y tenía a sus órdenes diversos capataces, uno por cada ciudad, Jerez de la Frontera contaba naturalmente con el suyo. Cada capataz dirigía a dos tipos distintos de malhechores: los punteadores (principalmente asesinos o matones) y los floreadores (esencialmente ladrones). Por debajo de cada uno de estos punteadores o floreadores estaban los postulantes, que los ayudan, recaudan las contribuciones y esperaban alcanzar la posición de punteador o floreador. Y, por último, encontramos a los fuelles o aprendices, de los cuales hay diversos modelos: soplones, chivatos, coberteras y sirenas. Los soplones solían ser mendigos o ancianos que, a manera de ojeadores, vigilaban las casas y así saber si merecía robarse y en qué condiciones. Los chivatos acostumbraban ser personas infiltradas. Los coberteras eran peristas que vendían la mercancía robada, y las sirenas (Las prostitutas también eran fuentes de información para los delincuentes).
La Garduña operaba con total impunidad: entre sus afiliados y colaboradores había gobernadores, jueces, alcaldes y hasta directores de prisión. Arrogaba el derecho divino a robar y asesinar.
Como no convenía dejar rastros, no había documentos, pero la palabra era sagrada y el secreto era consustancial. La sociedad esotérica no tenía documentos escritos, ni estatutos, comunicándose las normas a través de la iniciación y las posteriores elevaciones de grado, y la traición a dichas normas no escritas se pagaba con la vida.
Los chivatos no podían, en su primer año de noviciado, montar «negocios» por sí solos.
Los punteadores se encargaban de los negocios de más cuantía. Los floreadores vivían a costa de sus uñas con un tercio de sus negocios y dejaban algo para las Ánimas del Purgatorio. Los encubridores percibían el diez por ciento de todas las sumas. Las sirenas se quedaban los regalos de los nobles.
Los miembros de la sociedad secreta se reconocían en Jerez, como en otros lugares, por tener tres puntos tatuados en la palma de la mano. Acogían bajo su protección a mujeres que sufrían persecución por la Justicia.
Su máxima era: «antes mártires que confesores», y como reglas de oro mantenían: “Buen ojo, buen oído, buenas piernas y poca lengua”.
FUENTES: Miguel de Cervantes, Alonso Castillo Solórzano, José Manuel Moreno Arana, otros.