Un antropólogo es un trabajador inocuo, en el oficio tiene como uno de sus principios éticos, interferir lo menos posible en lo que observa. Se dice de él que tiene un deseo irrefrenable de vivir entre el único pueblo de este planeta que se considera depositario de un secreto de gran trascendencia para el resto de la raza humana. Por esto estoy en Jerez de la Frontera.
Algunos alumnos de antropología, en su desarrollo de la tesis de fin de carrera, me piden asesoramiento. Los más irresponsables quieren poner en riesgo sus vidas y desplazarse a Jerez para realizar trabajo de campo, algo que inmediatamente trato de disuadir mandándoles a desempeñar su labor de investigación a alguna aldea lejana de Galicia y estudiar la “retranca” gallega, o a Extremadura a desentrañar los escurridizos secretos de las trepanaciones en la antigüedad. En Jerez dedicarían la mayor parte de su tiempo a descifrar su habla con el traductor de Google y la piedra roseta egipcia en mano, más esclarecer su arte despampanante de ironía.
No exagero, bajo a desayunar, y comparto mesa con un par de amigas «millennials» (nacidos en 1980-1999), a las que les comento que he estado en los Claustros de Santo Domingo escuchando a sesudos investigadores sobre el origen de Jerez, sin ponerse ellos de acuerdo, quedando claro que estuvo poblado en el IV milenio a. C. y que después se esfumó para aparecer en época almohade. Cabe preguntarse en dónde permaneció todo este tiempo. ¡Un misterio!
Mi amiga «millennials» dice: “Eduardo, parece mentira que todavía no te hayas enterado que el origen de Jerez es extraterrestre, de los reptiles Anunnakis que llegaron por aquí”. Su compañera que estaba atiborrándose con una tostada de manteca y chicharrones agrega: “De eso doy testimonio, en mi trabajo en el ambulatorio hay más de una lagarta”
¿Será verdad lo de Jerez extraterrestre?