Con todos mis huesos, y de compañía mi única neurona normalita que aún me queda en funcionamiento, he venido a parar a la cárcel en donde me encuentro trastabillando pensamientos. Bien hay que decir que “La Cárcel”, es un bar en el casco antiguo de Arcos de la Frontera; de aquí mismo salían las viandas que alimentaron a Antonio “el bailarín” (Antonio Ruíz Soler), mientras estuvo guardadito y a buen recaudo, en esta localidad gaditana por pecador blasfemo.
En España fue delito la blasfemia hasta 1978, año en que fue sustituida por “ofensas a la religión”. Durante épocas del feudalismo en Arcos de la Frontera, la blasfemia se castigaba con la mordaza, paseando al delincuente con la lengua atada a un palo. Otras veces se agujereaba la lengua con un clavo, se le cortaba o se marcaban los labios con hierro incandescente.
Faltaban tres años para la muerte de Franco y el país estaba preparado para casi todo, excepto para que metieran en la cárcel a Antonio, el bailarín por un inoportuno «me cago en los muertos de Cristo», soltado en pleno rodaje televisivo de “El sombrero de tres picos”. No le sirvió de eximente las sucesivas ausencias de bailarines que le obligaban a aguantar el frío en plena plaza del Cabildo, en Arcos de la Frontera. Fue acusado de blasfemo -un policía municipal le denunció- y enviado a la mazmorra: Franco, de quien era el bailarín predilecto, le indultó, un tiempo después. Antonio durante el franquismo era tolerado, pero no era una figura cómoda por su vida libertina, sus aventuras sexuales notorias y los escándalos por blasfemo.
En la provincia gaditana la blasfemia está sobrevalorada, tanto por los que la practican como por los que se ofenden. Es una forma de desahogo, siempre y cuando no haya en ella intención de ofender. Es cierto que se ofenden con mucha facilidad representantes de la Iglesia que, por otra parte, son muy celosos de sus privilegios.
Blasfemar en Arcos de la Frontera, en el sentido grueso de la palabra y cuando se hace con intención, se supone que es un intento de herir a alguien. O bien a Dios, pero entonces el blasfemo tiene que ser creyente, porque, si no cree que exista el interlocutor, la intención de dañar carece de sentido, cae en el vacío. O bien se trata de fastidiar a quienes sí son creyentes, de herir su sensibilidad, porque el blasfemo cree que la fe es muy importante para esas personas, tanto al menos como pueden serlo el cariño a los padres o al propio país. En ese caso, es una pésima manera de potenciar la convivencia en esta sociedad pluralista, que debería estar pensando en cómo resolver conjuntamente los problemas de justicia social en vez de fastidiarse unos a otros. Es una cuestión de convivencia, y por tanto es una cuestión de lenguaje, de respeto al lenguaje, pero también al lenguaje del otro.
La blasfemia en Arcos, casi siempre es una frase hecha, un grito al “Más Allá” para que no toque más las narices, y tiene la misma intención de insultar a Dios como de insultar al cosmos, al infinito, a la eternidad. Es una manera de revolverse contra la materia oscura, el big-bang, contra un universo indiferente a sufrimientos y alegrías, a enfermedades y calamidades.
Si bien es cierto que el idioma español es el más blasfematorio del mundo, la blasfemia en la provincia gaditana, asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los Santos Apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes. En Andalucía, donde predomina el catolicismo, recordemos que a los golpes se les dicen «hostias», y no es raro oír a quien exclama «¡Hostia!»
Todas las sátiras contra el monoteísmo son saludables. Porque el monoteísmo lleva siglos metiéndonos el miedo en el cuerpo, diciéndonos que Dios es amor y al mismo tiempo terrible castigo. El fanatismo es peligroso, y el fanatismo religioso es peligrosísimo. Nos lleva a la guerra y a la muerte. No está mal que contra el fanatismo haya risa y sarcasmos para desarmar a los policías espirituales.