La explotación de esclavos que tras la prohibición entraban en la isla de contrabando, se había vuelto más onerosa que la utilización de mano de obra «libre». Los esclavos constituían la mitad del capital fijo de un ingenio azucarero. Por cada 1.200 pesos de inversión, 600 se destinaban a la compra de un negro y otros 600 correspondían al valor de las tierras, bueyes, instalaciones y maquinaria. El esclavo producía anualmente azúcar por valor de 225 pesos: quince cajas, a quince pesos cada una.
El político gallego Urbano Feijoo de Sotomayor, no tuvo mejor ocurrencia para su beneficio propio que importar compatriotas. El gallego, muy espabilado argumentó: “cuesta no mucho más de ocho pesos al mes -cinco de jornal y tres en gastos de manutención, vestuario, transporte a las Antillas… y nos proporciona un provecho por lo menos doble del que ofrece el esclavo e incomparablemente mayor al que puede esperarse del negro jornalero”. Para Feijoo, el esclavo español le resultaba mucho más rentable.
Para dar su pelotazo, Urbano funda la Compañía Patriótico Mercantil, y obtiene el monopolio de la introducción de gallegos en la colonia por un período de quince años. Naturalmente promete el oro y el moro a los incautos que picaron. Les ofrecía transporte gratuito hasta la colonia, un ajuar completo al embarcar, un pantalón, camisa, un sombrero de paja y un par de zapatos y tres meses de aclimatación a su llegada, con todas sus necesidades cubiertas, antes de ser cedidos a los hacendados que los subcontraten. Lógicamente, nada de esto cumplió.
La primera expedición, integrada por 314 hombres transportados en la fragata Villa de Neda, desembarcó en La Habana el 10 de marzo de 1854. La octava y última, compuesta por 296 gallegos que viajaron a bordo de la fragata Abella, pisó la isla a finales de agosto del mismo año. En total, la Compañía Patriótico Mercantil trasladó a la isla a 1.742 gallegos.
No es una leyenda negra inventada por los holandeses o ingleses. La triste realidad fue que más de medio millar de aquellos infelices españoles murieron a los pocos meses de su llegada a Cuba, extenuados por el hambre y a veces sujetos con cadenas y grilletes. O abatidos por el cólera y las fiebres tifoideas. De los que accedieron a los ingenios o fueron recolocados en la construcción del ferrocarril, obligados a realizar jornadas de dieciséis horas, muchos desertaron y se convirtieron en «cimarrones».
Urbano Feijoo de Sotomayor se apresuró a cobrar la subvención de la Junta de Fomento (140.000 pesos) y se esfumó de Cuba. Reapareció en Ourense y en octubre de 1854 obtuvo acta de diputado a Cortes por esa circunscripción. Y si me has visto no me acuerdo, a otra cosa mariposa.