—¡Usted aquí!
—Ya sabía V. que vendría y no comprendo ahora a qué venga ese asombro, —repuso la joven secamente.
—¿Que yo lo sabía?
—Sí, señor. Y le ruego a V. que no hagamos comedias porque los momentos son preciosos.
—No comprendo lo que V. quiere decir. .
—Pues va V. a comprenderlo al momento. ¿En cuánto ha tasado V. mi posesión?
—¿Qué?
—Que cuanto era lo que le había V. dado a su criado para que me comprase
—¡Pero Rosario!…
—Aquí, caballero, no hay más que una compra como otra cualquiera. Démosle su verdadero nombre no nos separemos de esto.
—Yo dije a Francisco que estaba enamorado de usted.
—No tal. Si enamorado hubiese estado, de otra manera habría procedido. Pero en fin, como que el nombre no hace al caso, sigamos hablando de la compra. Ni V. me ama ni yo le amo; V. se ha prendado de mi poca o mucha belleza y me ha hecho proposiciones para adquirirla.
—Pero semejante lenguaje.
Y Enrique no pudo menos de sentirse un tanto turbado ante la franqueza brutal, si así podemos expresarnos, empleada por la joven.
—Terminemos pronto este negocio infame, —repuso Rosario con voz sorda, —porque si llega el momento en que recobre la razón, será fci1 que no consiga V. lo que desea.
Mis padres están enfermos, los arrojan de la casa porque V. lo ha dispuesto así; yo necesito asegurar la tranquilidad de mis padres.
—¿Qué quiere usted?
—Una Orden para que don Eusebio suspenda todo lo que estaba haciendo y medios para alimentar y curar a mi madre.
—Todo lo tendrá V. si accede a mi amor.
—No hable V. de amor, por piedad. Tome V. mi cuerpo, ya que me veo obligada a vendérselo, pero no profane V .ese nombre manchandole con la impura pasión que le agita.
Rosario, viendo que Enrique, aturdido, por lo nuevo de aquel aspecto no sabía qué contestar, le dijo:
—Pero bien. ¿Qué es lo que V. quiere?
—¡Y me lo pregunta todavía! —exclamó la joven con acento indefinible. —¡Con que después que V. ha preparado toda esa indigna farsa poniéndome a dos pasos del precipicio para que no tuviera otro remedio que dejarme caer en él, me pregunta todavía qué es lo que quiero!
—¡Es que me juzga V. muy mal!
—Le juzgo a V. como merece y harto lo sabe V.; pronto vuelvo a repetirle necesito la orden para que aquel hombre suspenda lo que estaba haciendo y que me dé V. los medios para ponerles en lo sucesivo al abrigo de la miseria.
—¿Pero va V. a marcharse otra vez?
—Sí, señor; necesito poner término a la agonía de aquellos desgraciados, necesito ser buena hija por algunos momentos, para ser mala mujer después.
—Pero…
—¿Desconfía V. de mí? ¿Cree V. acaso que seré capaz de no cumplir el
compromiso que contraigo? No lo diga V. ni lo piense siquiera, Desde el momento en que he entrado en esta casa he puesto ya el pie en el cieno; no ten V. cuidado alguno, que en él me revolcare sin vacilar,
—Sin embargo, es mucho lo que yo voy a hacer.
FUENTES:
“La Mano Negra”, obra de Ernesto González (Finales s.XIX) del género de novela social, histórica y policíaca. Biblioteca Central de Jerez de la Frontera.