Me he despertado, esta mañana, tarareando a Machín, soy tan viejo como sus maracas: “De nada valen los abriles que he vivido, si de mujeres nunca se sabe. La que no es mala lo aparenta muchas veces. Y la que es buena no lo parece”.
Un hombre no sabe cuánto vale una mujer. Es ella quien debe fijar su valor. La gran mayoría de las personas tienen un precio y cada profesión tiene su tarifa. Cuanto más respetable es la profesión, más altos son los honorarios.
Los hombres obligan a las mujeres a vender sus cuerpos y el cuerpo peor pagado es el de una esposa. Todas las mujeres son prostitutas de algún modo. Una prostituta siempre acepta las propuestas y luego fija su precio. Si las rechaza, deja de ser prostituta.
Yo llevo un perro dentro, y no bebo para mí, sino para el perro, que es insaciable. No duerme, no descansa, siempre quiere más de todo: más dinero, más reconocimiento, más alcohol, más bollería industrial… y mujeres difíciles de roer.
Cuando estoy en la cocina frente al microondas, calentando la leche del desayuno, tengo la revelación de que esta vida ya la he vivido y la he olvidado varias veces. Yo me siento entre los seres humanos como ese tenedor que no pertenece a la cubertería en la que está. Una voz interior me dice que sería a mí mismo a quien debería apagar y encender de nuevo, pero ignoro dónde tengo el interruptor.
En el siglo XVII el plato en Inglaterra con el que se practicaba la eutanasia con los enfermos sin solución, era darles el “Pastel del Moribundo”. Consiste en carne picada de cordero, puré de patatas y queso. No pocas mujeres jerezanas, llevan en sus pensamientos, respecto a sus maridos: “Pórtate bien o te encontrarás una sorpresita a la hora de almorzar”.
Las maracas de Antonio Machín son sabias: “De nada valen los abriles que he vivido, si de mujeres nunca se sabe. La que no es mala lo aparenta muchas veces. Y la que es buena no lo parece”.