La otra noche me encontraba en un bar de copas de la calle Zaragoza (Jerez de la Frontera). Hubo un instante en el que le vi. Era de esos seres que llevan en su cara, visiblemente estampado, el no tener todos los tornillos bien alineados. Se hallaba de pie, justo al lado nuestro, en silencio, sosteniendo entre sus dedos tímidos, tenues y tristes, una bolsa pequeña de plástico color blanco, con gominolas. Me contó que no tenía de esas gelatinosas denominadas nubes. Se de ellas porque son las únicas chucherías que suelo regalarme a ratos.
Alguien dentro del grupo, hizo el comentario que yo perdía mi tiempo hablando con «todo el mundo». Le escuché, tenía razón, menos en lo de perder el tiempo. Contesté que era mi trabajo, como así lo es. También interpretar las señales que la Vida, permanentemente nos está enviando.
El chico de las gominolas, transmitió, en voz alta, un mensaje que solo él transportaba en su cabeza «perturbada». Luego se sentó en un rincón del bar a comerse el contenido de la bolsa, viajando ensimismado entre su mundo de mil colores y pocas aleluyas.
De regreso a casa digerí el mensaje del chico de las gominolas, también recordé en dónde había escuchado a Jimi Hendrix: en Escandinavia (Estocolmo) y en Alemania (Isla de Fehmarn). En una de ellas, despedazó su guitarra. Poco después lo encontraron tieso en la habitación de un hotel. En ese concierto me dio una pájara monumental, ahí terminó para siempre mi vida hippie, empezó otra cosa. Lo de la guitarra que rompió y prendió fuego, ni puñetera idea, estaba amarillo luminiscente, con el arcoiris en mis ojos y no me enteré. Eso sí, ese día cambiaron mis registros existenciales.
Está dicho, está escrito, tan solo basta con escuchar las llamadas que te van saliendo al paso en la vida. A Dios se le tropieza en los detalles. No se pierde el tiempo si se sabe comer gominolas.