“MANQUE MA FUSILES, NO CANTO”

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Ocultaban el cielo siempre azul de Andalucía densos nubarrones, cuya oscuridad no era bastante a iluminar la pálida luna, entrevelada por algunos menos espesos.
Era la madrugada del Viernes Santo, y hacía un par de horas, había pasado por la calleja, la procesión de Nuestro Padre Jesús. Llovía mucho y en el suelo, con el tránsito, se habían formado unas gachas sobre las cuales al pasar se producía chapaloteo característico.
Las luces del gas alumbraba poco, y las paredes de las casas, algo elevadas, no permitían llegasen los ligeros destellos lunares.

A lo lejos se veían, en una gran plaza, amontonadas sillas en grupos ordenados unos, y otros desechos. Era aquel lugar en donde habían lucido el gusto, la hermosura y la elegancia las mejores hembras.
El número de transeúntes era muy escaso, y sobre los mareos de la puerta de una tienda, dos hombres, dos mujeres y un niño.
Rompió el silencio la voz aguardentosa y descompuesta de un borracho que intentó cantar una saeta, incoherente, cuya letra no se entendió.
Aplaudieron los del grupo, y siguió nuevo silencio, roto por la misma persona que con tono imperioso dijo:
—Ahora tú, gaché.
El mandato fue obedecido y una voz de contralto hermosa, clara y bien timbrada, cantó:
«La corona del Señor
no es de rosas ni claveles;
es de espinas muy duritas
que le traspasan las sienes».

Nadie aplaudió, ni obtuvo eco aquella hermosa y sentida estrofa, dicha con estilo sin par, y con un sentimiento que conmovió hasta las piedras.
Apretamos el paso, y pudimos admirar una bella y desarrapada criatura, en cuyos ojos negros, grandísimos, humedecidos por la piedad, se notaba el sentimiento de un alma hermosa.
Un trajecillo oscuro, jironado a trozos y entreabierto por el cuello, mostraba uno hermoso, moreno y bien torneado, sobre el que hallaba muy bien colocada una cabeza de rizoso y despeinado cabello, más negro que lo que era aquella noche. Unos labios carnosos, pestañas largas y rizadas, unas cejas que parecían dos trazos de tino y bien manejado pincel, que se unían en gracioso entrecejo y cuya naricilla arremangada y picaresca, completaban aquel animado y vivo rostro lleno de pasión.

—Abuela, a usted le toca, dijo el borracho que llevaba la voz.
—Pero, hombre, si yo no sé, ¿qué quieres que haga?
—Lo que he dicho, y ha de ser.
—Que no, y no canto.
—Después de haberme mangado las copas,
¿no va usted a hacer lo que digo?
Manque ma fusiles, no canto.
—¿Cómo qué no? y echándole mano al cuello, trató de estrecharle entre las manos.
Chilló la vieja y el sereno apareció por el extremo que daba ingreso a la plaza.
Gritos, golpes, empujones, pitidos de alarma, que reunieron a otros guardianes, se sucedieron con rapidez suma.
Y el grupo, debidamente custodiado, marchó detenido, y con esto terminó el improvisado concierto.

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FUENTE: Ecos de Ayer-1895, Mc Castello, otros

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